Las fuentes históricas son múltiples y
variadas. Generalmente las hallamos en papel, aunque también en un formato
mucho más pequeño, pero no menos elocuente: la medalla. Tal como la define
Humberto F. Burzio en su “Diccionario de la Moneda Hispanoamericana” (1958),
una medalla es una pieza sin valor monetario oficial, destinada a un uso
conmemorativo, artístico o como premio. A través de su estudio, estas pequeñas
obras de arte permiten reconstruir contextos, reconocer protagonistas y
comprender cómo una comunidad elige recordar su historia. De este modo, las
medallas se convierten en verdaderos espejos del pasado.
Su origen se remonta a la Antigüedad, cuando se utilizaban como
objetos conmemorativos o recompensas militares. Entre los antecedentes más
remotos figuran los decadracmas siracusanos del 413 a. C., creados para
celebrar victorias militares y usados como colgantes. En la Roma imperial, los
medallones de Augusto continuaron esta tradición, convirtiéndose en símbolos de
honor y reconocimiento.
Durante la Edad Media, adquirieron un carácter más simbólico y
religioso. Se producían en monasterios y talleres artesanales, y con frecuencia
representaban santos, reliquias o peregrinaciones. También se consolidó la
costumbre de otorgarlas como distinción a nobles, caballeros o miembros
destacados de la sociedad.
Con el Renacimiento, las medallas alcanzaron un esplendor particular
gracias a maestros como Antonio Pisano. Desde Italia, la tradición se expandió
a España, Francia y Alemania, consolidando su carácter artístico y oficial.
La medalla más antigua documentada en territorio argentino data de
1747: fue fundida en Buenos Aires para jurar fidelidad a Fernando VI. Más tarde
llegaron las de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, junto con piezas que
celebraban hechos como las Invasiones Inglesas. En la etapa independiente, la
primera medalla (1811) conmemoró la instalación de la Primera Junta. Hacia
fines del siglo XIX y principios del XX, su producción creció notablemente,
alcanzando un punto culminante en el Centenario de la Revolución de Mayo.
En Olavarría, las medallas emitidas entre 1887 y 1937 celebraron
aniversarios, inauguraciones y eventos significativos, convirtiéndose en
objetos de colección que condensan, en pocos centímetros de metal, el arte, la
memoria y la identidad de toda una comunidad.
La pieza más antigua hallada en relación con la historia
olavarriense corresponde a 1887, año de la inauguración de la sede de la
Sociedad Italiana de Socorros Mutuos. Desde entonces, se sucedieron cincuenta
años que constituyen la “etapa de oro” de la medallística local, con un total
de 54 piezas catalogadas en una investigación que excluye aquellas de carácter
deportivo o masónico. Algunas solo se conocen por referencias bibliográficas, lo
que evidencia que se trata de un trabajo abierto a futuros hallazgos.
Cada medalla cuenta una historia: quién la mandó acuñar, con qué propósito y qué mensaje quiso transmitir al futuro. En ellas, la ciudad dejó un rastro tangible de su identidad, del esfuerzo de sus instituciones y del trabajo de los artesanos que les dieron forma. Hoy, más que simples piezas de metal, son ventanas al pasado y recordatorios de que la memoria colectiva también se graba en objetos pequeños.
El período 1887-1937 muestra una intensa actividad medallística,
especialmente impulsada por las colectividades inmigrantes —en particular la
italiana— y por la conmemoración de eventos relevantes. El auge principal se
concentró entre 1890 y 1910, acumulando casi el 78 % del total.
Las colectividades extranjeras, sobre todo la italiana, fueron el
motor de gran parte de las emisiones, vinculadas a celebraciones comunitarias
en torno a fechas significativas para sus naciones. Casi la mitad de las
medallas conmemoran aniversarios, mientras que las inauguraciones y eventos
puntuales constituyen otro 40 %. Las demás temáticas resultan minoritarias.
Pequeñas, brillantes y silenciosas, las medallas hablan a quien las
observa con atención. Cuentan fundaciones, celebran aniversarios, recuerdan
héroes y registran momentos que marcaron a toda una comunidad. En Olavarría,
son más que metal: verdaderas cápsulas del tiempo. En un mundo donde la memoria
suele diluirse entre papeles y archivos digitales, estas pequeñas obras de arte
nos recuerdan que la historia también puede sostenerse en la mano… y, a veces,
caber en el bolsillo.
















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